Cinco son los hielos, que si bien parece mucho, no es demasiado para las dimensiones de la copa y la cantidad del liquido.
Uno, dos, tres, cuatro, son los compases que marca el trombonista para comenzar.
Cinco son los sexagenarios que ponen el toque neoyorkino a la noche. Cuadros en blanco y negro, bronce amarillento y corroído en instrumentos que decoran las paredes. Espejos y aberturas engañosas para que no sólo reboten los sonidos sino también las imágenes. Humo, olor a humo. Sombreros, bufandas y sobretodos en todos los rincones, respaldos, sillas y barras. Un mozo venezolano, un dueño español, un borracho despatriado, músicos cosmopolitas y una rusa, que obviamente se llama Natasha.
El camino es corto pero incierto. Confuso, en el mejor sentido. Llegar se llega seguro, pero entre calle y calle se puede encontrar tanto que tal vez tomaría un mes o más llegar. El “Barrio de los Poetas” no es una metáfora, es literal hasta el dorado de las letras grabadas en las veredas. Por ahí, va uno entre atolondrado y sigiloso caminando extraviado. Siempre extraviado, porque saber a donde ir es imposible. Entre dos adoquines se escurre el océano atlántico, de un lado flamenco y del otro (que es el mismo) jazz, y un paso más, y por dos chupitos y un giro a la izquierda te metiste en Cuba. Y de una puerta a la otra hay sólo dos metros y un sinfín de balcones y puertas perdidas, y bares escondidos y taperias y tabernas, y casas de té, donde no se sirve té, pero hay de todo para fumar.
El domingo se multiplica por el frio y la ausencia te hace dudar. Pero importa poca, seguir cualquiera de esas calles adoquinadas, laberínticas y místicas es un deleite en si mismo. Y en el fondo sabes que a la vuelta de alguna de esas esquinas esta. Cuando llegas, la sensación no cambia, el sentimiento de irrealidad sigue firme. Palmar los faroles, agarrar el metal frio y empujar la puerta, sentir el calor intenso que contrasta con el frio invernal del mediterráneo, no basta para quitar la duda. Unas miradas de reconocimiento, y a falta de lugar, me apoyo contra la barra en el lugar reservado para el mozo. La banda esta en receso, eso nos da el tiempo justo de desabrigarnos de ropa y abrigarnos de alcohol, el intercambio es fundamental para no enfermar. Para cuando están listos para continuar, cuatro de nosotros lograron ubicarse en una mesa al costado, a mi me toca el piso (lo elijo), y mientras el venezolano me trae una copa gigante de whisky, me dejo lentamente envolver por la música y las miradas pérfidas (sujetas a interpretación) de unos ojos celestes.
La música, sigue teniendo ese poder de teletransportar hacia adentro, de ensimismarlo a uno y ponerlo en contacto con “fibras íntimas”, con pensamientos enredados, con sensaciones y emociones difíciles, esas que hay que rumearlas rato largo para descifrarlas. A veces porque vienen con dejos amargos de ausencias, otra veces porque vienen con deseos postergados. En el otro extremo esas mismas fibras llevan a éxtasis de blancura mental donde sólo se escucha el golpeteo de las manos en las rodillas, y el ruido a ceniza consumirse. Perdido en esa blancura una imagen me arrastra súbitamente fuera del bar, y del barrio y del mediterráneo, porque comprendo con violencia que esa capacidad de teletransportar de la música, se vuelve doblemente fuerte cuando el cuerpo también es parte de ese viaje. En ese involuntario ejercicio de abstracción espacial, la música se vuelve secundaria, y se puede ver tu propio cuerpo, completamente dentro de si, y el alma completamente fuera de si, pero el espacio y el tiempo también, el viento de otro océano te mueve el pelo y otra luna te alumbra, y otra tierra te sostiene, y entonces las sensaciones se multiplican hasta el miedo. Porque antes la experiencia de perderse en la música tenía un suelo firme, un retorno seguro a las caricias de un cuerpo vecino, o de un abrazo familiar, en cambio ahora, ese perderse dentro de uno explota el estar perdido afuera y todo se vuelve más radical, más drástico. Y en ese preciso momento se produce la inversión total. Eso mismo que hacia perderte en otro espacio y otro mundo, en un estado total de enajenación y extrañamiento… te devuelve a casa. En ese bar perdido, literalmente perdido, tanto vos, como el bar, y la noche, y el cielo que te cubre, justo ahí en la extrañes total, dos notas te devuelven a tu pieza, a tu viejo escritorio, a tu equipo negro (a la piel con gusto a coco) a las noches interminables de whisky en la san jerónimo.