viernes, 5 de marzo de 2010

Arrojado al Mundo

Cerca del 17 de diciembre ella se lo juro por primera vez y él le creyó como nunca antes le había creído a alguien, ni pensó que le creería. Lejos de una frase trillada, su afirmación tenía un absoluto y perfecto sistema de verdades que la sustentaba. Una concepción de la felicidad, de la mujer, de la pasión, de la necesidad y el sexo, del erotismo y del amor. Toda una forma de ver el mundo, de sentir la realidad, de comprender al ser humano, que maravillosamente se ensamblaba con la suya. Así como para él, la ética era condición de la estética (jamás al revés) esa metafísica era imprescindible, era condición de posibilidad del Amor tal como el lo había figurado en sueños.
Más de un año después, a miles de kilómetros de ese pasado incierto, traba de mirar a María a los ojos. Pero una y otra vez desviaba la mirada y se atragantaba con las palabras.
Después de días de hacer el mismo recorrido por el parque, tomados de la mano, se despedía con un beso tímido, mas bien temeroso, prometía llamarla pronto y se marchaba, maldiciéndose todo el camino de vuelta.
Un viernes, la vida le escupió a la cara, seco y violento. Mientras volvía de un día colmado de pasiones encontradas, de emociones fuerte e ideas convincentes, mientras veía llover por la ventana (porque efectivamente llovía) lo entendió. Él nunca se había dejado engañar por una justificación sentimental sobre la fidelidad, “yo te amo, jamás podría engañarte”, él sabia a la perfección que el amor y la fidelidad no tienen nada que ver. Pero que lo engañaran con una justificación racional era una tortura que no podía soportar. Creer que por su forma de entender y sentir el mundo, de pensarse y valorarse como mujer cumpliría aquella afirmación, había sido el acto de ingenuidad más atroz de todos. "Jamás te engañaría, el día que necesite algo de otro hombre, el día que vos no me puedas hacer mas feliz… ese día, te voy a dejar", una y otra vez se repetía esa frase, que había sido para él, la fuente de la mayor seguridad, la corroboración de que su amor, el amor de ellos, no naufragaba por las aguas turbias y cambiantes de la pasión y el deseo. Su amor, que era puro deseo y pasión, estaba a resguardo de lo efímero, de lo cambiante, de la tentación de otro cuerpo, sólo porque el amor de ellos era de otro mundo: el de los pensamientos sentidos, el de los actos justificados, el de las razones, y sobre ellos, se erigía el amor, la comprensión, las caricias, la libertad.
Por eso no se podía perdonar el error de haberle creído; no por el error en si mismo, sino porque a través de el caía en la cuenta de su mayor error, su mas grande y trascendental error, uno sobre todo lo que el creía saber y pensar del mundo: creer que como no se puede confiar en los sentimientos, si se podía en aquellas emociones que tuvieses un trasfondo, una justificación racional.

Destruida esa creencia se encontraba nuevamente, o por primera vez arrojado a otro mundo, uno donde amar dolería, donde amar seria incertidumbre y no seguridad, donde controlar los sentimientos, como siempre había hecho, seria sencillamente imposible.

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