I- La noche-mañana.
Pero volviendo al tren, como decía, mi lectura en el tren de la mañana la ocupa novelas, la mayor parte de las veces, y las menos, algún libro de filosofía. La última novela le corresponde a Bolaño, y se le suma un libro que nunca termino de comenzar de leer de cuentos cortos de Juan Benet; los de filosofía varían entre las Meditaciones Cartesianas de Husserl, o La seducción de la cultura alemana de Lepenies, también podría ser El miedo a los barbaros de Todorov o en las antípodas del género España Invertebrada de Gasset.
Los muchos metros de profundidad de la estación Atocha y los muchos túneles por los que corre el tren es lo que más contribuye al efecto de “nocturnes” de todas mis mañanas. Las caras de las personas entre ojerosas y despabiladas bien podría significar el comienzo de la noche como el comienzo de la mañana. En mi casa particular no significan nada, ya que me acompañan tanto de noche como de día, según la fortuna con la que decida aparecer el sueño a la hora que aparezca. Ahí voy yo entonces con ojeras de trasnochado o de amanecido, sumergiéndome en el libro hasta olvidarme del ruido y las personas y la oscuridad, hasta el punto de mezclar la realidad del tren y de la mañana-noche con la del libro, con lo cual mi tren bien puede salir de Madrid, pasar por la estación St. Paul o por Juramento, para finalizar el recorrido en Hyde Park. Todo esto sucede con una realidad tal que si en la pagina 211 se describe una mañana soleada y calurosa, bien puedo empezar a tener calor y aflojarme la bufanda. Por el contrario si en la pagina 142 Manuel Espinoza camina por las calles de Barcelona en una noche invernal, siento como se redobla y ahínca con mas profundidad el frio matutino de Madrid en mi garganta. Pero todo la seudo-irrealidad novelística que ficciona mi hiperrealidad tiene un final. Entre las estaciones Atocha, Sol y Nuevos Ministerios, no hay mayor distancia que unos 2 o 3 minutos, todo bajo subterráneo oscuro oscurísimo, pero entre Nuevos Ministerios y Chamartín sucede algo maravilloso: entre el desconcierto de la rutina novedosa, de las luces y los ruidos extraños, de las palabras desconocidas y los acentos inciertos, del movimiento sigiloso del tren por las vías, de los paisajes en proceso de familiarización, entre los 30 segundos que me detengo a acomodar el sobretodo de manera tal que no toque el piso pero que tampoco moleste sobre las piernas, entre las 12 paginas que llevo leídas desde que comenzó ese viaje diario, la sensación es una sola en constante profundización. El asiento del vagón se asemeja cada vez mas a un banco de plaza, o a una silla de café, y el aire se asemeja mas al de cualquier calle y cualquier parque en cualquier parte de México, y cuando uno acaba por hundirse en esa sensación de desvanecimiento del entorno, como si quedara sólo el libro y la conciencia del trayecto a la facultad leyendo el libro, se produce la fractura. Se termina el túnel y entra una luz enceguecedora imposible de describir en imágenes, baste con decir que se puede escuchar el ruido de los ojos que hacen fuerza tratando de cerrarse a la luz. El enceguecimiento viene acompañado unos segundos antes por un incremento de la velocidad del tren que empieza el trayecto hacia las afueras de la ciudad. Por tanto la sensación es doble, por un lado en el cuerpo y por el otro en la percepción del entorno. En ese momento que dura tan solo una fracción de segundo, la noche-mañana se destruye por completo, y en su lugar aparece un no-lugar. Un campo verde y amarillo extensísimo en el medio, a un lado, una ciudad modernosa y edificante llena de luces, al otro, una montaña impasible, nevada y soleada; en ese segundo anterior a que el sol llene el vagón e ilumine a la gente y los diarios y los portafolios, y las caras de existencia laboral ajetreada y de preocupación familiar y de responsabilidad estudiantil y de etc., en ese según uno siente que puede estar en cualquier parte del mundo, la próxima estación, realmente puede ser Frankfurt.
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