sábado, 28 de noviembre de 2009

Lógicas Borgeanas



Lógicas Borgeanas

¿Cuáles serian las consecuencias de poner a funcionar una lógica según la cual “prever que algo circunstancial sucederá, es impedir que de hecho suceda”? Lo primero seria delimitar que es algo circunstancial.
Desear encontrarse a alguien y hacerlo ¿es circunstancial? Desear lo contrario y que también suceda suena más “circunstancia”, y en efecto estamos hablando tan sólo de deseos, no de efectivamente salir a buscar a alguien o no buscarlo. Por lo tanto “prever algo circunstancial” implica algo que no es deseado ni indeseado. Y si es tal, difícilmente pueda estar en nuestra mente. Con lo cual tendríamos que prever algo completamente in-imaginable. Suena difícil.
Vamos a la segunda parte de la máxima, “implica que efectivamente no sucederá”. Habiendo demostrado la imposibilidad de prever lo circunstancial entonces, ahora si tiene lógica que tal cosa no suceda, ya que nunca pudimos realmente preverla. No obstante podríamos darle otro uso a la idea. Supóngase que usted no quiere reencontrarse con su reciente ex “objeto de amor”. Con lo cual, haciendo caso de la máxima borgeana, usted se pasa día y noche obsesionado hasta el hartazgo previendo, imaginando, conjeturando ese encuentro circunstancial. Lo lógico, y también lo más sano, serian que justamente se impida el encuentro. Desgraciada, muy desgraciadamente todavía no podemos prever y evitar esos encuentros…pero, y aquí encuentro la maravillosa e inagotable genialidad borgiana: la máxima sigue siendo cierta, real y efectiva, prever que algo circunstancial sucederá es impedir que de hecho suceda, y la siguiente historia mostrara como eso es posible:

Los estados de ánimo más genuinos son los imprevistos, los que no tenemos el lujo de procesar. Son aquellos que en el momento más impensado nos atacan súbita y mortalmente. El signo mas claro de que estamos atravesando ese estado es la repentina inmovilidad de todo el cuerpo. Esa inmovilidad fue la que le hizo saber a Francisco que un monstruo crecería en su interior.
En las cuatro horas que transcurrieron entre las doce y las cuatro, y las dos millones de horas mas que pasaron de las cuatro hasta las seis, Francisco alterno una neutralidad imperturbable, con una alegría infinita, volviendo a la neutralidad propia de un ser sin vida, y luego a la mas insondable tristeza, hasta que se durmió.
La neutralidad inicial tenia su origen (pensaba Francisco) en un sencillo desinterés por lo que sucedía alrededor. Forzadamente se reía tratando de convencerse de la alegría que se suponía, reflejaba esa sonrisa. Así pasaba los minutos con displicencia y sin-sentidos. Ya casi al borde de las dos primeras horas sucedió lo único y perfecto que podía (que debía) suceder para recomponer la fragmentada red de coherencias que componía el universo franciscano.
Las miradas, si bien insinuantes, todavía eran casuales, aun sabiendo que allí no había miradas inocentes. Pero cuando ella clavo la mirada en él y le dijo con increíble seguridad “Yo te conozco”, Francisco se abrió a todas las posibilidades de la felicidad. La situación harto descabellada a la que conduciría ese sencillo “Yo te conozco”, minutos mas tardes, era tan irreal, que el mismo Francisco que participa en ella dudaba de sus sentidos.
La primera vez que la había visto, en ese mismo lugar, ella llevaba una mascara, más bien, un antifaz de matices azules y turquesas, que brillaban mucho a la luz de los reflectores, creando grandes círculos luminosos alrededor de sus ojos color verde. Había una continuidad visual en esa composición, turquesa, verde, azul, como si uno estuviese mirando los ojos de los ríos profundos de las montañas, cubiertos de musgos verdes en el fondo que brillan bajo el agua cristalina. Si el eco de la montaña encierra secretos, tienen que estar escondidos en esos colores verdes y turquesas del fondo del rio. Con ella era igual, el verde de sus ojos escondían un secreto de la naturaleza: el de la belleza. Ese primer encuentro fue tan sólo de unos segundos, puesto que Francisco caminaba acompañado de la mano. Pero ahora que se reencontraban, se daba cuenta de lo impregnado que había quedado de aquel recuerdo, de ese rostro a medias. El recuerdo imborrable de un par de ojos, al cual ahora se le agregaba una nariz coqueta, unos labios húmedos y de color natural. Pero sobre todo, se le agregaba una voz, una voz fuerte, convincente, dulce y atrapante, una voz que además, lo buscaba a él, lo invitaba a una fantasía en tres sencillas palabras “yo te conozco”. Con el fluir de la conversación, fueron desfilando imágenes de un futuro inmediato que obligaría a Francisco a rescatar, de rincones de su ser, un instinto que había sepultado hacia ya mucho tiempo. El punto culmine de ese resurgimiento le fue impuesto, cuando silenciosamente una chica rubia, de estatura mediana y facciones lisas y planas, se sumo a la conversación, mirando pasivamente, sonriendo con timidez y cierta ingenuidad que sólo saben fingir las mujeres altaneras y conscientes de su hermosura. Al contraste de esa mujer rubia Francisco se encontró con el morocho de los rulos que enmarcaban los ojos verdes y que antes habían pasado desapercibidos.
Los argumentos por los que discurrió la charla serian imposibles de reconstruir, tan sólo se podría decir que las frases habían sido articuladas con el meticuloso conocimiento del arte de la seducción, por parte de los tres, y el resultado final era inmenso, deslumbrante, de una altivez y una inmoralidad únicas. Pasaron varios minutos en los que Francisco siento explotar su alma de lujuria y placer, primero la mano izquierda arrastro junto a su cuerpo a la chica del antifaz y la beso desesperadamente, con la desesperación de quien ha pasado más tiempo del que tarda el mundo en girar alrededor del sol, sin probar otros besos. Luego con la misma mano izquierda por detrás de la nuca y el pulgar suavemente sobre la majilla corroboraba la altanería de esa rubia inocencia, con más besos desesperados. Esa alternancia impúdica y desinteresada de besos y caricias a los ojos de todos, elevaba por debajo de Francisco una pirámide que lo situaba seis mil pies por encima del hombre.
No le importo en lo más mínimo que fueran unos besos y tan sólo unos besos. Se quedo ahí parado, con la sonrisa explotándole en la cara, el corazón latiendo a mil por hora, degustando el ardor que había conseguido anidar en su interior. Tomó un trago, suspiro y miro para arriba, vio su alma salir del cuerpo, flotar por sobre todos los cuerpos y reposar en el mas absoluto estado de felicidad.
A esta altura el concepto de Paraíso necesitaba ser resignificado por completo -como minutos mas tarde lo necesitaría también el de Infierno-.
La noche continúo con la misma sensación de irrealidad, por eso unos minutos después, cuando camino al baño la vio a Laura entregada a unos besos y brazos ajenos, creyó que la vista lo engañaba, que eso que veía era una ilusión. Se detuvo en seco, petrificado hasta asegurarse de que la memoria no le jugaba una retorcida broma. No lo hacia. Efectivamente Laura, su Laura, su amada Laura, la misma con que semanas atrás compartía la cama y el amor, se entregaba libidinosa y precozmente a otro hombre. Arrastrado por las personas que pasaban se fue alejando hasta parar en un punto cualquiera, se apoyo contra la pared, y ahí quedo. No podía atinar un sólo movimiento, una sola palabra, un sólo pensamiento. Un segundo después ella paso delante de él haciendo mil veces mas aturdida su sensación de inexistencia. Se dejó arrastrar nuevamente hasta otra pared más lejana, juntando fuerza para mantenerse en pie.
Paso una hora completa, Francisco iba de un lado a otro buscando refugio, buscando una razón, más bien, una excusa para volver a reír. Quería mostrarse indiferente, superado. Se debatía en su interior en diversos argumentos y contraargumentos que no conseguían tranquilizarlo más que por unas ínfimas fracciones de segundo hasta que la rabia volvía a asediarlo. Decidió entregarse. Dio unas vueltas más caminando sin rumbo. Como si a su costado dos hombres lo escoltaran esposado a cumplir una condena.
Suspiro una vez mas, y parecía que ya no le quedaba alma de tanto suspirar.
Levanto la vista en busca de una salida. Y a pesar de encontrarla no lo supo hasta un tiempo después. En el piso superior del lugar, una especie de balcón techado con miras al interior, había unos sillones, poca luz y dos cuerpos. Esos eran los cuerpos que Francisco buscaba, el de Laura y el extraño, que en ese momento, en que su vista los descubrió mas bien parecían uno solo. Parecían estar inmersos en una lucha de fuerzas centrípetas y centrifugas. Se arrastraban el uno hacia el otro, se atraían con insistencia sus pechos y músculos, desafiaban la capacidad de atracción de los cuerpos hasta casi superponerlos y luego se separaban como si los quisieran arrastrar de las ropas, contorsionaban sus cuerpos en ángulos fascinantes para de repente, romper las sogas y volver a estrellarse. Salpicaban a todos alrededor con su sudor, con sus ansias de sexo, con esos exagerados movimientos gimientes. Y en ese salpicar bañaban por entero los ojos, la cara y el cuerpo de Francisco que impasible e inmóvil contemplaba el espectáculo desde abajo.
Francisco se ofrecía voluntariamente a una tortura sin igual, y se asustaba de no querer huir. Le aterraba en lo más íntimo su capacidad de racionalizar el dolor. Esa capacidad, lo sabia, aunque se lo ocultará, podía ser el reverso exacto de una capacidad mucho mas terrible, en realidad, una incapacidad: la de dejarse tocar por los sentimientos. Intentaba en ese acto de inmovilidad probar su indiferencia a cualquiera de los caprichosos sentimientos humanos derivados del amor, como los celos, la posesión, el orgullo o el dolor.
Apelaba al recuerdo todavía palpable de esos besos impúdicos. Intercalaba una y otra vez ese recuerdo con la imagen presente de su enamorada arrojándose (casi con desprecio por el resto del entorno y del mundo), a otro “hombre”. Francisco podía asegurar que ella aumentaba intensamente la violencia de ese encuentro por su obvia conciencia de que ahí abajo él la miraba, serena y atormentadoramente.
Mirando esa aberración de espectáculo, quería sentir la grandeza de la tragedia, explorar sus límites. Francisco siempre había tenido la idea de que superarse implicaba volverse cada vez más inmune a sentimientos banales. Y esa era la perfecta ocasión para comprobarlo. Por momentos se sentía infinitamente agradecido a ella, disfrutaba ese encuentro tanto o más que los mismos participantes. Deseaba, con todas las ansias posibles, con auténticos deseos de humanizarse, que ella abriera un segundo los ojos. Que lo mirará a él mientras se deshacía en los besos del otro. Quería decirle a través de los ojos que era inmortal, que estaba más allá de ella, y de su cuerpo. Que su amor era tan puro que ninguna de las nimiedades y banalidades del mundo podía siquiera rozarlo. Su amor por ella era inmune a todo, incluso a ella. Ese deseo de que lo mirará, que cualquiera hubiese considerado de la mas absoluta perversión, para Francisco era un deleite. Lo perverso tenía ahora los límites puestos por su pensamiento. Cuando él lo decidiera ese límite podía expandirse hasta desaparecer. Francisco había alcanzado la inmortalidad, era imposible destruirlo.
Sumido en ese remolino de revelaciones se había olvidado completamente del entorno. Entre el encuentro con Laura y ese momento, se habían pasado las dos últimas horas, y siendo las seis afuera empezaría a amanecer.

El resto de la historia es confuso, los recuerdos engañosos. Francisco camino hasta a su casa. Se sentía, o se convencía de sentirse perfectamente tranquilo. Como si su humanidad hubiese alcanzado un nuevo nivel.
Sabia que había logrado, de tanto prever aquel encuentro circunstancial, que ahora habiéndolo vivido, se había vuelto inmune a el. Era como si de hecho no hubiese sucedido. Unas cuadras después, para cuando llegó a su casa, estaba firmemente convencido de que aquel encuentro nunca había existido. Si al fin y al cabo, el no había muerto de amor después de lo que vio, era exactamente lo mismo no haberlo si quiera visto.
El éxito de su empresa era rotundo, ninguna de las banalidades del mundo terrenal podía rozarse ahora con la pureza de su amor.
Cerro con fuerza las cortinas, se saco el pantalón y se metió en la cama. Un segundo antes de quedarse dormido se insulto a si mismo por no poder evitar que una lagrima se le escapara.

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