martes, 17 de noviembre de 2009

Un final posible

Un Final posible.

Las palabras que ahora escribo no representan la rebeldía tan bien como la vincha que uso mientras escribo estas palabras. Esa vincha negra que hacia de mi personalidad un ser distinto, una mutación acorde a un pasado hippie que ella sin darse cuenta sepultaba día a día, y que sin querer aceptarlo, la convertía en la amante perfecta de todo lo que odiaba. Esa facete de mi persona, que era tan solo un matiz, y no una totalidad, pero que ella nunca supo entender, y que siempre le encegueció la comprensión de mi ser en toda su complejidad.

Cuando me decidí a escribir estas palabras, me decidí también a desvanecerme en ellas, a dar término a un momento de mi existencia. Elegí el lugar que mejor sirviera a esos propósitos. Un banco en medio de un parque rodeado de mil personas, donde la multitud sirviera de escondite, donde pasara desapercibido al punto de volverme invisible. Así la intención de las palabras podría cobrar perfecta realidad.

Sentado en ese banco descubrí, entre otras cosas, que el silencio siempre es un indicio de que alguien en alguna parte se esta besando. Descubrí que el pulso de mi mano derecha es indiferente a cualquier afección exterior y que la lucidez de mis sensaciones se maximiza al cotejar la pobreza y la felicidad de quienes me rodeaban. Descubrí que las posiciones de mis piernas, son el exacto espejo de las posiciones de mi alma. Pude caer en la cuenta del significado de mi campo de visión. Por ejemplo, que mi mirada no pasará más allá de la altura de las rodillas era el indicador preciso de mi ánimo. En cualquier cara, en cualquier asiento o pareja de la mano, se ocultaba y acechaba mi verdugo. Tan solo en unos instantes de coraje (o inconsciencia) levantaba la vista.

Configurar estos sentidos me tomo mas de una ocasión, por lo tanto tuve que volver al mismo lugar mas de una vez y mas de tres. Unas semanas pasadas, digamos que por la quinta o sexta visita, logre revertir completamente el ángulo de visión, había descubierto que encontrar mi verdugo era el remedio a la situación. Por eso no dejaba de frecuentar esos lugares públicos, atestados de personas, donde fácilmente pudiera confundir su rostro o simplemente imaginarlo. Para cuando lo conseguía, toda mi capacidad de auto flageló (igual a la de supervivencia) me arrebataba de imágenes lujuriosas. El ardor de sus besos que se convertían en la materia que conectara a todos los hombres, y su cuerpo gimiente, se fragmentaba, esparciéndose en todos los cuerpos sedientos, arrojándose con vehemencia y fascinación a todos los sexos. Con esas imágenes llenas de gritos de éxtasis, de sangre y semen mezclados y corriendo a raudales por mis nervios, con esa ficción esplendorosa y abyecta torturaba mi recuerdo, lo empujaba al borde de la muerte para de una vez por todas, dar con la posibilidad de renacer.

Claro, renacer siempre implica una muerte que antecede. Esa muerte, en mi caso, estaría a la altura de la crucifixión de Jesús, de la humillación y degradación de un Judas, de una infinita y eterna[1] condena prometeica.

Sentado otra vez en el banco, convencido de no esperar a nadie, la imaginación me tendió una trampa, que a su vez, contenía una revelación. Cuando ella pregunto que hacia ahí sentado, solo, leyendo y escribiendo, no pude darle sino la mas obvia respuesta “te esperaba a vos”. No se porque fueron esas palabras las que escogí. Mientras lo pensaba me invadía el miedo de que fuera cierto. Nadie en su sano juicio pasaría varias horas y varios días sentado en un parque, al azar, a la espera de alguien que no se sabe ser esperado.

Al margen de esa insensatez sentía, al momento de decirlo, que realmente la esperaba, que hacia meses y días que la esperaba ahí, y en mi puerta, en mi pulso, en mi falda, en sus pelos enredados.

Pero como siempre y para mi tranquilidad, en los momentos en que se revelaba mi constante actuar por el absurdo, mi capacidad de ficcionar y justificar (claros sinónimos) acudió a mi rescate. Revelación (o encubrimiento): en mi respuesta solo había el instinto animal puesto siempre a proyectar la posibilidad del sexo en el futuro.

Sabía a la perfección, que la acción que nace de cualquier deseo (como el de olvidar en este caso) solo puede ser satisfecha por la transformación o la destrucción. Por lo tanto, tenía que encontrar, de una u otra manera, esa razón. Buscarla en el pasado, en el futuro o inventarla daba lo mismo. El primer intento, no tuvo suerte: Perder la capacidad de fingir interés es el equivalente justo a perder la capacidad de amar. De lo contrario quien podría sostener que encuentra una mínima cuota de placer en mantener una conversación diría sobre la ineptitud de X para conseguir la locación y la falta de compromiso de S para acordarse de llevar dos micrófonos. Y, además, el viernes Z no llevo los reflectores y el sábado H no llamo al del vestuario, y el lunes X y la locación otra vez, y el martes S y la falta de compromiso otra vez… y el viernes: la corroboración de esa equivalencia.

A pesar de la solidez interna del argumento, que intentaba mostrarme mi perdida de amor por ella en el pasado reciente; era consciente de la falacia oculta. Aquellas tediosas conversaciones habían constituido para mí, la corroboración siempre actualizada de que cualquier situación tediosa se justificaba por una sencilla interrupción para dejarme besar. Y ese beso lo valía todo. La destrucción, ameritaba argumentos mucho más tenaces y efectivos.

Si como afirma Kundera “la novela no examina la realidad, sino la existencia. Y la existencia no es lo que ya ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz”, era acertado el intento de buscar en las palabras, en estas palabras, ese campo de posibilidad del hombre, de todo aquello que sea capaz, como por ejemplo, la destrucción del objeto mas amado. Y si nuevamente, como dice Kundera “los sentimientos resisten a la evolución del tiempo”, esa posibilidad tenia que buscarla fuera del tiempo, y fuera del mundo.

Aquel ejercicio de imaginación y tortura tenía que ceder “al deseo invencible de caer”, tenía que ser el parangón de la afirmación borgeana según la cual “nadie puede articular una silaba que no este llena de ternura o terror”. Y entonces, comprobando el origen de mi reencarnación, y por puro destino, la solución se me presento como a Kiyoaki, en sueños.

El sueño era de una claridad tan deslumbrante que no parecía provenir del inconsciente retorcido. Si no de la más lucida reflexión cerebral.

Mientras corría a través de un camino de tierra, sin longitud alguna, veía pasar a mis costados una fila de pinos de matices gris y verde, que a diferencia del camino, parecían inmóviles pero siempre apareciendo constantemente. En algún puto del camino me detenía frente al patio trasero de una casa, de la cual solo podía percibir con nitidez un banco de patas de hierro blancas y maderas también blancas. El entorno era excesivamente verde y poco nítido. Allí, con la paciencia de los silencios de monasterio, me esperaba Brenda. Su pelo era una exageración hermosa de la realidad. Unos rulos rojizos de volumen y extensión desmesurados le daban a su cuerpo y a su cara un contraste luminoso que la volvía imposible de resistir a la vista. Los colores estaban en asombrosa armonía, el blanco de su cara se correspondía el mismo tono de blanco de las maderas del banco, y el rojo del pelo permitía delimitar la profundidad del verde del fondo del parque. Si se miraba rápidamente la escena, la mezcla de los colores producía el mismo tono que los rayos de sol producen cuando se filtra por entre las nubes a la hora del ocaso, mezclando el rojo con blanco, en un rosa, a veces anaranjado, que como ya saben, tiene ese efecto demoledor sobre las impresiones de mi alma. Sentada en ese banco, Brenda tenia los atisbos fantasmagóricos propios de los sueños y a su vez, la belleza de las formas que sólo en el mundo irreal del arte se puede apreciar.

Ya sentados el uno al lado del otro, ella siempre impasible y serena, yo con la respiración agitada y violenta, escuchaba atentamente cada una de las palabras con las que ella hilaba las razones de su rechazo, de su fatal abandono, de su ausencia. A medida que comprendía el significado implícito de esas palabras, caía en la atroz certeza de que cuanto ella argüía como causa de su alejamiento era consecuencia de mí actuar. Ella se mostraba inocente e imposible de juzgar, ella nada había tenido que ver con esto.

Y con el correr de sus oraciones, mostraba que todo cuanto había sucedido era, ni más ni menos, que el producto de mi acción. Pura y exclusivamente de mi acción. El punto culminante fue cuando esa cadena de razonamientos, la llevo a encontrarse completamente justificada en estar enamorada de otro hombre. Esa conclusión, que ella creía era la exoneración de todas sus torturas y de todas las mías, representaba para mi, la posibilidad de salir del mundo, de encontrar la libertad y renacer. En el momento en que ella dijo estar enamorada de otro hombre, en tan solo una milésima de segundo mi cuerpo recorrió las sensaciones mas encontradas. De un estrujamiento harto doloroso y cruel, mi corazón pasó a la total paz y tranquilidad. La razón era obvia, si yo y tan solo yo, había sido el destructor de ese amor, también había sido el creador. Si ella en cuestión de días había tenido la facilidad de enamorarse de otro, es porque en ella nada había, era tan solo el recipiente de un amor ajeno, o las consecuencias de unos besos. Todo lo que había movido su capacidad de amar era el reflejo de todo cuanto yo movilizaba en su interior. Real o no, esa razón, tenía todo el poder de matar a ella y hacerme renacer a mí. El sueño se desarrollaba al ritmo de esas impresiones. Trastocaba el verde por violeta cuando ella pronunciaba la conjunción “amor-otro-hombre”, y palidecía su rostro de blanco a trasparente o ceniza. Pero, como la lógica de los sueños obligaba a los saltos temporales, segundos después de esa conversación y esas revelaciones, la imagen era la misma del comienzo, solo que ya no corría, sino que caminaba, en sentido contrario, alejándome de la casa, viendo lentamente alternar un pino con un roble, con un palo borracho, y al final, una intercalado de lapachos rosas y amarillos.

Mientras recordaba el sueño y buscaba las palabras justas para retratar las sensaciones con las que bruscamente me desperté en la cama revuelta de papeles y libros, busque la paciencia. Me vestí, salí a la calle, camine hasta el parque, me senté en alguno de esos bancos que habían oficiado de implacable refugio, toma la lapicera y lentamente escribí las palabras que harían realidad mi sueño: Todo el amor que me diste puedo encontrarlo siempre y cuando yo lo ponga en otra persona. De tal forma que el destino del amor vuelve a estar en mis manos y con eso conjuro, ni más ni menos, que tu total destrucción.

Fin



[1] La conjunción de ambos adjetivos no es retorica. Representa las exactas condiciones de la condena a Prometeo. Ese es el terror que inspiraba la muerte planificada por mí, para una parte de mí.

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