domingo, 6 de diciembre de 2009

La historia de una excusa


Primero fue un remedio de extracto de hierbas naturales que tenia un efecto secundario similar al efecto primario del te de peyote, además tenia que combatir con un resfrió que comenzaba en febrero y terminaba en abril…del otro año.
Era un niño de catorce años pensando en la tarea de lenguas, intentado dormir con los efectos del lsd a toda marcha sobre sus percepciones. Ahí nació mi primer gran miedo: cerrar los ojos.
Podía pasar hasta cinco horas acostado boca arriba debatiéndome sobre que opción encerraba menos cobardía, correr a la cama de mi mama, o ir al living y prender la tele hasta fallecer del cansancio y pasar directamente al sueño sin siquiera tener que cerrar los ojos a conciencia.
En los días de calor todo se volvía más simple, porque contaba con la excusa del ventilador en la pieza de mama. Pero dormir en invierno era una tortura. Durante el día el año tenia cuatro estaciones, durante la noche tenia una estación de mil noches y otras tres indiferentes.
Para cuando aprendí a lidiar con las imágenes fantasmagóricas y los puntos de colores que me producían vértigo y nauseas, la costumbre de acostarse y no dormir ya me pertenecía tanto o mas que mi nombre (es tan ingenuo pensar que el nombre es lo que nos define, que una vez a la semana me presento con uno distinto y la gente cada vez que me reencuentra me dice: “claro que me acuerdo de usted: el de las ojeras hasta las rodillas”)
Hubo una época, para la cual ya contaba con dieciséis años, en la que estaba tan obsesionado con los problemas del sueño, que a todo ofrecimiento que recibía le anteponía un “preferiría dormir pero…”; entonces el mozo me decía “¿prefiere azúcar o edulcorante el joven?”, y yo: “Prefería dormir, pero el azúcar esta bien”. Con el mozo no era tanto problema, pero a mi novia le generaba unas ganas terrible de matarme: “¿vamos al cine o vemos una película en casa?, “”preferiría dormir pero…”, ahí estallaba la bronca. A eso se sumaba su fascinación por entusiasmarse con los planes, con el momento de hacer planes. Yo disfrutaba ir al cine, no planificar ir al cine. Así que a esa insensata costumbre se le sumaba mi harta preferencia por dormir, haciendo un coctel cancerígeno, una imperceptible volita de esas que con el tiempo te tapan las arterias y te matan.
Justo antes de cumplir los diecisiete aprendí a usufructuar mis alucinaciones naturales que continuaban a pesar de haber dejado el remedio, pero no el resfrió. Al principio trataba simplemente de contar los puntos, estirarlos y juntarlos para armar formas y adivinar colores. Pero después de la unidad 7 del programa de ciencias naturales sobre la composición del universo el juego cambio radicalmente. Mis alucinaciones tenían el aspecto exacto al que mostraban los manuales de clase sobre el universo. Un fondo negro, lleno de puntos en su mayoría blancos que se acerca y se alejan a su voluntad. Al parpadear fuerte y repetidas veces esos puntos explotaban en miles de puntitos de colores brillantes que duraban los segundos justos para pasear la vista por el cuarto e ir impregnando todos esos puntos y colores en los muebles, los libros, las fotos, los muñecos, paredes y cortinas. El cuarto sencillamente parecía de fantasía. Fantasía terrorífica devenida en pacifica, lúdica y hermosa.
De alguna manera me había convertido en un espectador privilegiado del Universo. Me había convencido tanto de esa semejanza que a veces cuando juntaba dos puntos hasta fundirlos en uno, tenia miedo de estar haciendo chocar dos planetas.
Lo que mas disfrutaba era el esfuerzo desmesurado en funcionar como un telescopio. Primero pasaba largo tiempo tratando de fijar un punto, luego iba acercando progresivamente la vista hasta ver aparecer las lunas que rodeaban al punto-planeta. Luego pasaba una virtual capa de ozono que siempre variaba de color, hasta ingresar al cielo propiamente dicho. Mis cielos no tenían nada que ver con el real. Para empezar no era claro y transparente sino denso y turbio. Pero esas cualidades eran más bien morales y no estéticas. El que mi insomnio aventuraba era un mundo y un cielo moral. Desde el suelo se podía ver el sol y las estrellas, pero cuando el espíritu ascendía se encontraba esa densidad y los colores opacos y los aires espesos y turbios. Con lo cual, las personas de mis mundos tenían una evolución limitada.
Esa simple idea me fascinaba, la de atribuir existencia tanto moral como estética a todas las cosas. Era la única forma de juntar a los hombres y a la naturaleza bajo una misma regla y así poder darle orden a esos mundos-puntos. El resultado era que un árbol podía ser paciente y benévolo con el hombre que duerme la siesta a su sombra, y entonces esa siesta era mil veces mas serena y reconfortante; o bien un hombre podía tener las manos grandes y hermosas como las hojas de una palmera, y entonces esas manos no podían ya ser ni buenas ni malas, ni cocinar o acariciar, sólo ser hermosas.
En las muchas historias que inventaba para los personajes que habitaban ese mundo, había una sola continuidad, propia y extensiva de la imaginación: la insustancialidad. Por lo tanto, en una misma historia, podía cambiar la trama del amor a la política sin modificar absolutamente nada, y no perder ni un gramo de coherencia. A lo sumo ganaba en un gramo de desesperación.
A los dieciocho me fui a vivir solo, y al poco tiempo hice el descubrimiento más grande de mi vida: No hay ninguna razón por la cual a la noche se deba necesariamente ir a dormir. Poner en práctica ese descubrimiento fue sensacional. A las 12 me acostaba. Una hora después de jugar con los puntos y las personas, me levantaba, miraba tele, leía, limpiaba, salía al balcón (Salir al balcón era una actividad en si misma). Dos o tres meses después de ese descubrimiento, me di cuenta que la cosa no había cambiado mucho. Cuando miraba tele o leía, los puntos y las líneas y los colores se habían ido, pero las fantasías seguían su marcha. Ya ni siquiera tenía que tener los ojos cerrados. Miraba el libro y las letras se deformaban. La “O” se estiraba inmensamente como un embudo, donde caían las letras y el libro, y el sillón, y con el yo y el mundo entero. Entonces me encontraba compartiendo las historias con mis personajes. Me encontraba con una piedra que lloraba de tristeza, con una mujer que tenia una sonrisa que encarnaba la ingenuidad, y un hombre que hablaba con la quietud de una cascada, y una flor enfurecida con el viento, y un niño que era el viento. Todo mezclado. En todas las historias había un momento donde aparecía erguido tras un atril, en un escenario, una plaza, en medio de una montaña, ante un ejercito de gauchos o escritores (que para mi tenían el mismo poder revolucionario), allí pronunciaba los discursos mas increíbles, exaltaba el valor y las esperanzas, insuflaba los corazones con palabras de amor y libertad, les habla francamente mirándolos a los ojos. Agitaba las manos mucho y arrojaba entonaciones que el público hacia suyas y coreaban y gritaban. Y cuando terminaba el discurso me dirigía a una carpa al costado, donde me sentaba con san Martín y le explicaba como tenia que hacer para terminar de liberar América latina. No siempre era tan monumental. A veces la historia consistía en verme a mi caminar por una diagonal de La Plata, y la ciudad, que me tenia un profundo aprecio, me conocía y comprendía, lloraba por mi cuando yo no podía. Por que nunca pude aprender a llorar. La imagen era siempre la misma, yo caminaba mirando el suelo, muy muy despacio, y las casas lloraban, los adoquines lloraban, los arboles lloraban, los carteles y la luna también. Lloraba tanto la ciudad que yo podía confundirme con ella, apoyarme contra una pared, deslizarme hasta tocar las rodillas con el pecho, y las lágrimas me bañaban del balcón hasta la vereda.
Cuando no aguantaba más el dolor de espalda, dejaba el libro, y volvía a la cama. Donde protestaba uno o dos cuartos de hora más, hasta dormirme justo cuando empieza a salir el sol.
Al caducar completamente el primer descubrimiento, tuve que empezar a buscar otra solución. Y en poco tiempo la descubrí, y fue perfecta y para siempre efectiva.
Consiste en deshacerme de mis personajes y mundos, ¿Cómo?, dándole realidad mas allá de mi. Como paso por ejemplo con ese personaje que tenia insomnio y no podía dormir y que se puso a escribir para poder dormir.

1 comentario:

  1. Entre tantas cosas: "Y cuando terminaba el discurso me dirigía a una carpa al costado, donde me sentaba con San Martín y le explicaba como tenia que hacer para terminar de liberar América latina. No siempre era tan monumental" me parece genial, el relato en sí es muy bueno, el final es medio borgeano, lo cual debo decirte que ya odio a Borges o a que todo se deba remitir a ese viejo hijo de puta.
    Debe haber algo que el tipo no haya hecho, además de estar con pocas mujeres jiji.
    Besotes y siga escribiendouuu

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